Hacia una Inspección ética y reflexiva


 
Pablo Ortega Gil
Inspector de Educación


Ya estáis en la Inspección. ¿Y ahora qué?


Enhorabuena, ya estáis en la inspección, un hito en la vida de cualquiera. Tras el ingreso, se siente un sacudimiento interior, una turbulencia de emociones: primero, la euforia; luego, la satisfacción; y al final, cuando nos sosegamos, la búsqueda de nuevos retos. Se pregunta uno: ¿y ahora qué?, ¿qué nuevo desafío?, ¿cómo lleno ahora mi vida? Mi propuesta es que, antes de buscar otros objetivos, nos centremos en lo que tenemos entre manos, esto que tanto nos ha costado conseguir, entrar en la inspección, y que reflexionemos sobre lo que este logro implica: primero, consolidar un perfil profesional sólido y, después, no perder de vista la vertiente ética de nuestro oficio.

Quiero compartir con vosotros mi forma de ver esa construcción compleja, yendo de lo general a lo particular. Se comprende sin necesidad de extenderse que mi perspectiva no es mejor que la de otros, es una entre muchas, todas igual de legítimas. Como se suele decir, cada persona es un mundo, así que, para comprender los alcances y los límites del oficio, es aconsejable que observéis la práctica de otros inspectores y escuchéis sus explicaciones. Saberse el temario es magnífico, quién lo va a negar, pero la inspección aplicada, no la teórica, se aprende de las personas que llevan años ejerciéndola. Imitar y copiar a los mayores es una propuesta de sentido común que, al principio de mi carrera, yo solía expresar jocosamente del siguiente modo: tan importante es saber como saber quién sabe.

De lo general a lo particular

La identidad profesional se construye ensamblando dos mitades: un modelo general de actuación y nuestras habilidades personales. Es como si trenzáramos dos cuerdas: por un lado, está ese conjunto de cuestiones generales que nos vienen dadas por nuestro momento histórico, al que solemos llamar paradigma; por otro, está el nivel práctico, donde encontramos las técnicas o habilidades de naturaleza personal que usamos para aplicar el modelo.

Todas las disciplinas, sin excepción, tienen su propio paradigma, que está sometido al cambio: cambia el foco de atención, cambian los problemas que se intentan resolver, cambian las herramientas que se emplean en la resolución de tales problemas. En nuestro caso, no hay mejor manera de probar este punto que revisar cómo se llevaba a cabo la inspección en el pasado. Para viajar en el tiempo, nos basta con un par de libros de visitas que contienen los testimonios de varios inspectores desde el año 1933 al año 1954, así como el diario de clase de una maestra. Podéis leer varios ejemplos en el anexo I. Los encontramos en una escuela de la montaña alicantina, olvidados en el fondo de un cajón. Me gusta releerlos de cuando en cuando porque mirar atrás me ayuda a entender mejor el presente. Al final, siempre concluyo que esas personas trabajaban con medios escasos y que su intervención generaba “una verdad insuficiente” (Ortega y Gasset, 1929). ¿De dónde surge esta impresión de verdad insuficiente? Del cambio de paradigma.

Aquel paradigma, visto con ojos actuales, era paupérrimo: maestros y maestras que se sentían examinados durante la visita, sin la posibilidad de un diálogo abierto; un alumnado pasivo, invisible, que recitaba ante la inspección fragmentos de los textos escolares; la ausencia clamorosa de padres y madres; un modelo educativo mecánico; etc. Me trae a la mente esa caricatura que Dickens hizo de la enseñanza decimonónica en su novela Tiempos Difíciles, ¿la conocéis? Le pregunta el maestro a la hija de un mozo de cuadras qué es un caballo. Como se pasa la vida entre caballos, no le encuentra sentido a la pregunta. El maestro, disgustado con la niña, señala al alumno aventajado, que recita el manual de memoria: cuadrúpedo; herbívoro; cuarenta dientes, de los que veinte y cuatro son molares... Tras esta brillante exposición, el maestro se gira complacido hacia la niña y le dice: ahora ya sabe usted qué es un caballo.

Como esos inspectores de antaño, como ese maestro de Dickens, también nosotros hemos recibido de quienes nos precedieron un paradigma: un modelo de inspección operativo, efímero, precario, abocado al cambio. ¿Y cuáles son, a mi juicio, las características fundamentales del paradigma actual? Pues, sin ninguna duda, las consideraciones éticas y deontológicas. Para comprender esa oscilación pendular que nos ha llevado del autoritarismo de antaño hasta el modelo actual, más prudente y resguardado, empezaré hablando del informe Belmont, para pasar luego a los códigos de conducta y a nuestra propia carta de buenas prácticas.

El paradigma de la ética

En el año 1979, el Departamento de salud, educación y bienestar de los Estados Unidos publicó el informe Belmont, que abarca un conjunto de principios y consejos de naturaleza ética para los investigadores que trabajan en el campo de las humanidades y la medicina.

Durante los decenios anteriores, se habían cometido excesos, negligencias y abusos con las personas que habían participado, voluntaria o involuntariamente, en esos estudios. Por citar un caso célebre: el experimento Tuskegee, llevado a cabo entre 1932 y 1972, pretendía averiguar la evolución de la sífilis y determinar si esta podía causar la muerte. A tal fin, se involucró a seiscientos trabajadores agrícolas de color que, en lugar del medicamento adecuado, recibieron sin su conocimiento un placebo. Como consecuencia del enorme revuelo que causó la noticia, y con el fin de evitar casos similares, se creyó necesario establecer un código ético para resolver las preguntas, dudas o conflictos que a menudo suscita la actividad investigadora. Así nació el informe Belmont. Sus redactores identificaron tres principios generales que, en vez de ofrecer respuestas concretas, delimitan un marco de análisis para toda investigación: primero, que respete a las personas; segundo, que les reporte algún beneficio o, al menos, que no les cause daño; tercero, que las trate de manera justa y ecuánime.

Desde que me topé accidentalmente con el informe Belmont, siempre que me enfrento a un conflicto me pregunto si mi actuación en ese contexto específico respeta a las personas, les reporta beneficios, las trata de manera justa y ecuánime. Es un ejercicio de reflexión crítica que, si se hace de manera sincera, va a mejorar el resultado de nuestras intervenciones.

La inspección en el aula

Como bien sabemos, a la inspección se le encomiendan funciones (supervisar, asesorar, orientar, velar, etc.) que nos obligan a relacionarnos con otras personas y a opinar sobre su trabajo de manera respetuosa, de manera justa y sin causar daño gratuito. Jordi Giró (2013) ha escrito un artículo que aborda esta cuestión muy acertadamente, poniendo el acento en el respeto y la consideración al otro. Hablando de la inspección, afirma que (2013: 9) “nuestra práctica es la forma más inmediata de compromiso cívico”.

Cuando repaso mentalmente todos los entornos en los que he actuado a lo largo de los cursos, acabo concluyendo que ha sido en el aula donde se me ha recibido con más hostilidad. Imagino al maestro Terrés la noche previa a la visita del inspector Escarré aquel lejano día de enero del año 33; le imagino apesadumbrado, insomne, temeroso de que algo pudiera salir mal y manchar su reputación. Para entender esta respuesta emocional del profesorado, es imprescindible reconocer (Wilcox: 2000) que una visita de la inspección genera ansiedad, que hay una reticencia profunda en todo docente a que se le observe mientras imparte clase porque está convencido de que el observador externo es un intruso que, al entrar en el aula, se inmiscuye en su intimidad. Por eso es fundamental que la observación se haga de acuerdo con principios éticos. Para construir una ética de la inspección, Wilcox sugiere que se estudie la ética de la evaluación, la cual se sostiene sobre tres fundamentos: el equilibrio entre el derecho de la ciudadanía a saber y el derecho de los individuos a la protección de sus datos, la necesidad de disponer de un conjunto de procedimientos que guíen y delimiten la evaluación, la exigencia de que los criterios se apliquen del mismo modo a todos los participantes. Por tanto, el camino que se nos propone es aprovechar el acervo ético de la evaluación para desarrollar uno propio para la inspección.

En este sentido, algunas inspecciones han optado por expresar esta deontología de manera sintética mediante códigos de conducta que contienen recomendaciones genéricas. Ahora bien, parafraseando a Gibbon (1994: 254), no hay ley que por sí misma sea capaz de inspirar la virtud o frenar el vicio. La inclinación hacia un lado u otro, virtud o vicio, no depende de la ley, sino del carácter y la educación de cada persona. De modo que, en igual sentido, el mejor código de conducta es un instrumento estéril si quien ha de aplicarlo carece de sensibilidad o de calor humano, si permite que su actuación esté condicionada por prejuicios, fobias personales o inclinaciones políticas. Todo lo hasta aquí dicho cabe en una frase que suena como un aforismo: salvo que tú te avengas, nadie te va a poder forzar a hacer un ejercicio ético de la inspección.

Contra las posibles desviaciones del recto proceder, Wilcox (2000: 46) recomienda a la inspección que se pregunte, una y otra vez, cómo puede mostrar a su interlocutor que le respeta. Justo lo mismo que nos aconseja el Informe Belmont. Por más vueltas que le demos, no hay antídoto más eficaz contra la parcialidad ni indicador más veraz de la imparcialidad que el respeto sincero.

¿Y nuestra propia carta de buenas prácticas?

La ley 10/2010, de 9 de julio, de ordenación y gestión de la Función Pública Valenciana, establece el código de conducta para el funcionariado de la Comunitat Valenciana, artículos 87 y 88. El primero habla de principios de actuación y el segundo enumera las obligaciones.

Precisamente de esa fuente, de los principios que regulan la función pública, se alimenta nuestra carta de buenas prácticas, que es excelente, publicada mediante la Resolución de 2 de junio de 2011. Aborda las buenas prácticas en cuatro ámbitos, empezando por las de carácter general, que son: atención al interés general, diligencia, trato no discriminatorio, abstención de actuar, integridad profesional, eficiencia, autonomía profesional, cualificación técnico-científica y actualización profesional.

En segundo lugar, se citan las buenas prácticas en las relaciones profesionales, que subdivide en cuatro grupos: con la administración, con los agentes educativos, con la sociedad, con los compañeros de profesión. Se habla de probidad, de mejora, de respeto, de cooperación, de asesoramiento, de atención, de discreción, etc.

¿Carta de buenas prácticas o código de conducta?

Los códigos de conducta sintetizan varios parámetros éticos en unos pocos mandamientos, fáciles de memorizar, fáciles de comprobar. Ese es precisamente el estilo de la carta de compromiso con el ciudadano que firma el Secretario Autonómico de Educación y Formación Profesional para la inspección de la Comunitat Valenciana, donde se recogen actuaciones muy concretas y, como se acaba de decir, fáciles de comprobar: por ejemplo, el compromiso 2 dice “mantener, al menos una vez al año, reuniones generales informativas con los Equipos Directivos de los centros”.

Por contra, nuestra carta de buenas prácticas es más extensa, más ambiciosa, y al mismo tiempo, más difícil de llevar a la práctica por lo que comentábamos antes sobre la incapacidad de las leyes para inducir la virtud. Se verá con claridad qué queremos decir si volvemos a lo que hemos dicho en el párrafo anterior: nada cuesta comprobar que la inspección ha mantenido al menos una reunión anual con los equipos directivos, pero ¿cómo se demuestra la probidad, o la integridad profesional, o la lealtad administrativa? Convendremos que son conceptos con una buena carga de subjetividad porque lo que yo considero deshonesto o desleal, otra persona podría considerarlo aceptable.

A mi juicio, nuestra carta de buenas prácticas trabaja en lo que podría denominarse un vacío deontológico. Por unas circunstancias u otras, el oficio de inspector nunca ha acabado de definirse en España, al menos en el sentido que se entiende en el mundo anglosajón: evaluador externo e independiente que se pronuncia sobre el funcionamiento del sistema educativo y cuyos informes sirven para mejorar aquellos aspectos que así lo requieren. Por el contrario, en nuestro país la inspección se ha usado en muchas ocasiones para comprobar el buen uso que los centros educativos daban a los recursos que la Administración les había concedido: por ejemplo, vaya usted a tal instituto y compruebe que se están impartiendo las clases vespertinas. Por eso digo que, en España, el oficio de inspector/a no está tan bien acotado o delimitado como el de profesor/a, algo que yo atribuyo a las siguientes razones:

1) Nos falta una cultura de cuerpo, un acervo común, un modelo unificado de actuación que haya funcionado eficazmente a lo largo de decenios. Esa tendencia tan española de cambiar todo el sistema cuando un partido llega al poder, y a veces también cuando ese partido se consolida, ha afectado también al servicio de inspección, donde los cargos de libre designación han sufrido cambios frecuentes. Difícilmente se va a implantar un modelo si las personas que tienen ese cometido cambian cada dos, tres o cuatro años.

2) Nuestro perfil profesional es muy diverso, de modo que mi formación y mi itinerario previo a menudo tienen poco o nada que ver con las de otros compañeros. El camino para acceder a la inspección no está bien dibujado: no queda claro si es mejor haber sido director, o asesor, u orientador. Al concurrir en este servicio personas con formaciones tan diversas, es muy difícil consensuar desde la base (bottom up, como se dice en inglés) ese modelo unificado de actuación al que acabo de referirme. Y es prácticamente imposible que el modelo se imponga desde arriba (top down) si la propia inspección no se aviene a respaldarlo y si, como acabamos de decir, se cambia a quien ha de implantarlo cada dos por tres. Un enredo.

3) Porque nuestra carga de trabajo es coyuntural. Quiero con esto decir que no se define por completo desde dentro del servicio, sino que está siempre supeditada a las urgencias del momento. El formidable aparato docente de los centros depende de un minúsculo aparato administrativo en los servicios centrales. Esta desproporción convierte a la inspección en una especie de interfaz, un puente que conecta la parte docente con la parte administrativa y, por culpa de este rol coyuntural, no podemos centrarnos en las cuestiones pedagógicas que, siendo fundamentales, acaban siendo secundarias.

4) Porque cualquier ser humano, sea cual sea su oficio, prefiere una tarea fácil antes que una exigente. Y quién va a negar que rellenar un formulario en el despacho es mucho más fácil que, por ejemplo, enfrentarse a un profesor rebelde o convencer a la familia de un alumno absentista. En el modelo actual de la inspección, la parte administrativa tiene mayor peso que la parte pedagógica, evaluadora o supervisora. Hay una inercia perniciosa que nos ancla a la parte administrativa. Por un lado, es tan pautada, tan cómoda, que (Han, 2016: 73) nos exonera de ser”: es decir, la inspección, al recibir esta carga impuesta, se acomoda a lo que le viene dado y se deja llevar por el papeleo. Por otro, los servicios centrales no paran de requerir nuestra asistencia para unos procedimientos u otros.

Los dos puntos anteriores describen la inercia, ahora falta señalar la parte perniciosa: no nos legitimamos como evaluadores. Habrá quien esté en desacuerdo con esta opinión, pero si existiera un tribunal independiente examinando nuestra práctica cotidiana, ¿qué diría de la supervisión del profesorado en prácticas, de la renovación de directores, de las prolongaciones en el servicio activo, de tantas otras cosas? Os pido que penséis la respuesta para vuestros adentros. Se trata procedimientos que engloban una serie de indicadores, subdivididos a su vez en otros muchos subindicadores. Os aseguro que la inmensa mayoría de los cuestionarios que pasan por mi mesa marcan todas las casillas con un Positivo. De donde se infiere que...

Conviene que desarrolle un poco más este último argumento. Hay una cosa que todo el mundo comprende de manera intuitiva: si tomas una muestra aleatoria de elementos (ya sean patos, o naranjas, o futbolistas, o..) y mides la muestra con cualquier criterio (sea cual sea: tamaño, o color, o velocidad, o..), inmediatamente los elementos de la muestra se ordenan en una campana, la campana de Gauss, de modo que unos pocos se sitúan en los dos extremos mientras que el resto, la mayoría, se amontona en el centro. Entonces, pensemos por ejemplo en las reclamaciones a las calificaciones: los institutos y las EOIs las desestiman prácticamente todas, por no decir todas. Alguien me dirá que esa muestra, la de las reclamaciones, no se presta a una distribución normal, pero yo insisto que es imposible, estadísticamente imposible que quinientas, o mil, o mil quinientas reclamaciones estén todas equivocadas. ¡Imposible! Lo normal es que unas cuantas tengan razón, otras cuantas sean disparatadas, y una inmensa mayoría estén a medio camino. Pues lo mismo pasa con los profesores en prácticas, es estadísticamente imposible que todos sean excelentes. O con las prolongaciones en el servicio activo. O con la renovación de directores.

5) Y porque los españoles en general toleramos mal la crítica, la entendemos siempre como un reproche o una recriminación, en lugar de verla como una oportunidad de crecimiento o mejora. Si hay una reticencia sociocultural a la crítica en nuestro país, ¿por qué no la va a sentir la inspección? Cuando un inspector o inspectora recibe una queja sobre su actuación o se le traslada una discrepancia, la reacción primera es de enfado e incredulidad. Más tarde, tras el primer arrebato, hay quien encuentra un modo de aprovechar ese pequeño revés, mientras que otros muchos se ofuscan y se empeñan en buscar explicaciones al desencuentro. Tal vez lo más práctico en estos casos sería tratar de analizar nuestra actuación a la luz de la carta de buenas prácticas y extraer alguna enseñanza. Porque lo cierto es que nos ha tocado vivir en una época de crispación generalizada; hay mucha gente que soporta enormes tensiones personales y laborales, gente que está desbordada por problemas de muy difícil solución: el desempleo, la enfermedad, el divorcio, los hijos rebeldes o mil cosas más. Cuando estas personas se relacionan con las administraciones, suelen adoptar una actitud combativa, buscando la percusión más que el acuerdo. No podemos perder de vista esta realidad para que nuestra respuesta, en lugar de ser tan belicosa como la de esas personas, sea conciliadora.

En definitiva, creo que la carta de buenas prácticas debe tener mayor presencia en nuestro día a día, no debemos tenerla arrumbada en el archivador, sino que hemos de volver a ella una y otra vez: para releerla, para tenerla presente, para examinar ciertas actitudes personales por si hubiera que corregirlas. Dicho esto, me atrevo con la siguiente propuesta: las instrucciones que regulan las áreas específicas de trabajo contemplan nueve, la última de las cuales se denomina “Procesos internos de la inspección". Tal vez en un futuro esta área específica podría incrementar la difusión y el estudio de nuestra carta de buenas prácticas de modo que ocupe un lugar central en nuestro quehacer cotidiano.

¿Qué hemos aprendido hasta ahora?

Hagamos una pausa a mitad de camino para repasar las cuestiones más relevantes que se han señalado hasta este punto. En mi opinión, hemos aprendido lo siguiente:

Del informe Belmont, que el cumplimiento de unos pocos principios generales reporta enormes beneficios no sólo a los investigadores, sino a toda la población.

De Gibbon, que escoger la virtud y rechazar el vicio no depende del marco normativo, sino de nuestra propia elección.

De Wilcox, que los fundamentos éticos de la evaluación se pueden tomar como base para construir códigos de conducta para la inspección.

De Giró, que nuestra práctica es la forma más inmediata de compromiso cívico.

De nuestra carta de buenas prácticas, que en el ejercicio de la función inspectora hay que hacer muchísima autocrítica para evitar los excesos y las desviaciones.

¿Qué me ha servido en mi carrera de inspector?

Por tanto, recordando las dos cuerdas con las que se trenza un perfil profesional sólido, sabemos que los principios generales recogidos en el código de conducta de la ley 10/2010 o en la carta de buenas prácticas se han de trasladar a nuestro ejercicio profesional (al nivel personal), donde se manifiestan en forma de rasgos, actitudes, disposiciones anímicas. Se entiende sin necesidad de insistir en ello que ese conjunto de actitudes no se adquiere súbitamente, de la noche a la mañana, sino mediante aproximaciones sucesivas que podrían describirse así: se observa cierta necesidad o deficiencia, se piensa una solución, se pone en práctica para comprobar si es eficaz, se afina y, al final, se integra en ese modelo operativo que todos tenemos en la cabeza. Por lo general, este proceso de ajuste lleva años, pero lo cierto es que muchas de las cosas que funcionan bien se aprenden de otros inspectores veteranos. Por eso os voy a hablar de mi propia práctica.

¿Y cuáles de esos rasgos o actitudes me han sido útiles en mi carrera de inspector? Voy a compartir con vosotros mi experiencia personal sin por ello dar a entender que sea el único camino o el mejor modo de proceder. Como he dicho en el primer punto, conviene observar la praxis de más de un inspector/a porque beber de varias fuentes es más sensato que hacerlo de una sola. Al reflexionar sobre mi propio ejercicio profesional, se me ha ocurrido darle la forma de un decálogo porque es una solución elegante, fácil de presentar y fácil de recordar. Pero también en homenaje a Pere Lopes, un buen amigo y excelente inspector que falleció recientemente y que, el día de su jubilación, nos regaló el decálogo que copio en el anexo II. Se ve a las claras que el mío es deudor del suyo. Se ve también que ambos, el suyo y el mío, caben perfectamente en nuestra carta de buenas prácticas. Vaya por delante la advertencia de que los elementos del decálogo están entretejidos, son solidarios, sostienen entre sí una relación de mutua interdependencia, algo que se entenderá mejor al acabar de leerlos. Pero, para que se vea qué quiero decir: de nada sirve escuchar mucho si al final siempre impongo mi opinión porque me asiste la razón.

 
Ahí va, con humildad, ese decálogo que me ha ayudado a gestionar los conflictos y dificultades de nuestro oficio:

1) Habla bien, escribe mejor

Hay que dominar las herramientas con las que uno trabaja y, si acaso aún más, las meta herramientas, la más importante de las cuales es el lenguaje. Me he esforzado siempre por expresarme con claridad tanto por escrito como de palabra, huyendo de la ambigüedad, evitando las incongruencias y no dando nada por supuesto. No es fácil hacer autocrítica porque eso exige, en cierto modo, salirse de uno mismo y contemplarse desde fuera, pero hay que intentarlo una y otra vez. No obstante, la regla básica es la siguiente: cuanto más complejo es el asunto del que escribimos, mayor ha de ser nuestro esfuerzo para que nuestro informe se entienda fácilmente. A mí me ha funcionado muy bien el método de la mirada ajena: en los casos complicados, le paso lo que he escrito a mi mujer, o a mi hija, o a un amigo, gente que no sabe nada de la inspección, y le pregunto si entienden lo que cuento. Su lectura siempre contribuye a mejorar el texto porque, pese a todas mis prevenciones, al final uno tiende a dar por supuestas ciertas cosas que el lector en realidad desconoce, tiende a caer en las incongruencias o a pecar de ambiguo.

Cuando emitimos un informe, hemos de anticipar todas las dudas de quien lo vaya a leer en el futuro, no solo las cuestiones formales a las que acabo de referirme, sino también preocuparnos por incluir el contexto necesario para entender qué proponemos. El informe ha de ser autosuficiente, debe contener todos los elementos para que el asunto que se aborda se comprenda sin necesidad de recurrir bien a otros documentos, bien a quien lo escribió. Así lo recoge el punto 2.1.9 de nuestra carta de servicios (informes rigurosos).

A veces, sentimos la tentación de firmar el informe más por quitarnos el asunto de encima que por estar conformes con su contenido. He visto ocasiones en los que se preguntaba a la inspección, dicho metafóricamente, si había que subir o bajar y el informe proponía que se subiera o, en su defecto, se bajara. Esas personas no estuvieron en clase el día que se explicaron las oraciones disyuntivas: es una cosa o la otra, nunca las dos. A veces he expresado mi posición a quienes firman informes de esa índole, a lo cual ellos han respondido: esa es mi opinión y nadie me puede obligar a decir algo que no creo. Entonces, me pregunto yo, ¿para qué hace falta un servicio de inspección si no es capaz de hacer propuestas claras y motivadas? Le sale más a cuenta al director territorial tirar los dados y ver qué número sale: si es par digo que sí, si es impar digo que no. Igual de aleatorio es tirar los dados que proponer una cosa y su contraria. Se trata, sin duda, de un ejemplo extremo y en consecuencia excepcional. Pero yo leo todas las semanas varios informes de este tenor: “Se ha recibido del centro tal la petición tal. Vista dicha solicitud, esta inspección emite informe favorable”. Cuatro líneas escasas que cumplen a las claras todos los requisitos que he mencionado al principio de este punto: es un texto claro, sin ninguna ambigüedad, sin incongruencias, que no da nada por supuesto y que concluye con una propuesta motivada.

¿Seguro?

Este párrafo anterior podría dar a entender que esos informes endebles son la norma, cuando no es así. Para que no haya dudas, leo a diario informes espléndidos, convincentes, bien fundamentados y bien resueltos. Me atrevo a afirmar que son la mayoría. A todas las compañeras y compañeros que escriben con buen gusto y con buen juicio les reconozco su mérito de manera mucho más patente que cuando expreso mi disconformidad a quienes emiten informes endebles. En este último caso, lo hago con suavidad, sugiriendo antes que ordenando. Creo que quien ejerce de jefe tiene la obligación moral de ser generoso en el elogio y moderado en la crítica.

2) Empatía en lugar de indiferencia u hostilidad

Nuestra carta de buenas prácticas habla de voluntad de empatía y de servicio. Hay que empatizar con el individuo que tenemos enfrente. Si para ti tu interlocutor es tu enemigo, no sigas leyendo. Jordi Giró (2013: 9) dice que la actuación de la inspección debe caracterizarse por una “solicitud favorable hacia el otro”, solicitud entendida como “todas estas disposiciones favorables al otro que sostienen las relaciones de tú a tú”. Y luego añade que esta solicitud se complementa con otra virtud, que es la hospitalidad, “o sea la amable acogida del otro o de lo otro”. Hospitalidad y prudencia son las virtudes fundamentales de nuestra actividad profesional. Esta hospitalidad es fundamental en las conversaciones con la ciudadanía, especialmente cuando se transforman en discusiones verbales, donde la tirantez entre los interlocutores pone de manifiesto un juego en el que se busca la victoria dialéctica. En la inmensa mayoría de las ocasiones el enfrentamiento no se cierra con una victoria dialéctica, sino que los interlocutores optan por el abandono de la discusión: doy media vuelta y me largo, ahí te quedas, con dos palmos de narices.

Ahora bien, hay otra forma de cerrar las discusiones, el compromiso entre los dos hablantes, que es con mucha diferencia la más improbable porque requiere control emocional y gestión acertada de los turnos. Y aun siendo tan difícil, yo hago grandes esfuerzos para que las discusiones en las que participo se cierren con un compromiso, aunque sea minúsculo, y lo hago del siguiente modo: siempre que me veo en esa tesitura, le digo a mi interlocutor que intentemos convenir los puntos fundamentales de nuestro intercambio, qué quiere esa persona de mí y qué puedo yo ofrecer. Verbalizo un resumen y le pregunto si lo comparte. Si tengo tiempo, escribo esas conclusiones. Esto tiene una fuerza extraordinaria para las segundas o terceras entrevistas; de hecho, rara vez hay una segunda o una tercera.

3) No quieras tener siempre la razón

Poco a poco me fui dando cuenta de que tener siempre la razón, tenerla por sistema, era nefasto para la salud de mis relaciones interpersonales, así que renuncié a invocarla o a ostentarla. En su lugar, prefiero tener opiniones motivadas, fundamentadas, pero abiertas a la modificación o al cambio. Para pintarlo de manera más viva, me parece que la razón se parece a una fortaleza inexpugnable dentro de la cual uno se siente seguro, mientras que la opinión me recuerda a una amplia avenida de dos sentidos por donde la información circula a toda velocidad.

Como he insinuado antes, la razón tiende a anular a nuestro interlocutor; porque cuando alguien dice en voz alta “me asiste la razón" está en realidad afirmando que, se diga lo que se diga, su posición ha cristalizado, no va a cambiar. Aquí el interlocutor no es un igual, sino a lo sumo un oyente, alguien que escucha pasivamente. Y esta persona, ¿para qué se va a involucrar en una conversación tan asimétrica?

Por el contrario, cuando uno tiene opiniones, entonces sí reconoce que hay otras voces y otras miradas, entonces sí hay humildad para admitir que tal vez los argumentos del otro sean mejores que los de uno mismo. Y al final, lo que la experiencia nos enseña es que todo el mundo tiene algo de razón. Hasta el más disparatado de los que acuden a mi despacho tiene un poquito de razón.

4) Aprende a callar para aprender a escuchar

Cuando concluí que no me convenía tener la razón por sistema, se me fueron las ganas de aleccionar y sermonear a los demás. Aprendí a callar, a hablar lo justo. En la inspección yo he conocido a grandísimos parlanchines, personas que saben de todo y se empeñan en dominar todas las conversaciones. En mi caso, no sé si el acto de callar fue voluntario o me vino impuesto por esa gente tan locuaz, pero lo cierto es que, callando, aprendí a escuchar, a prestar plena atención a mis interlocutores. Safir (2017) sugiere que además de los modelos habituales de liderazgo (el gestor, el pacificador, el dinamizador), hay otro modelo basado en la escucha que aspira a integrar a todos los participantes y que descansa en los cinco pilares que ahora se citan. La escucha:
  • nos ayuda a acomodarnos a las narrativas prevalecientes en nuestro entorno.
  • nos permite anticipar los cambios complejos.
  • promueve la integridad al favorecer el intercambio de opiniones y tolerar el desacuerdo.
  • mejora nuestra inteligencia emocional.
  • nos ayuda a reinterpretar la información de la que disponemos y a integrar las opiniones de los demás.
En definitiva, no hay mejor camino para crear una cultura colaborativa que dedicarse a la escucha.

5) Aprende a tolerar las críticas

Aprende a tolerar las críticas, a sacar partido de esa apreciación desfavorable de nuestro trabajo, pese a que a menudo duela como un aguijonazo. Si se piensa bien, se advertirá que nada cuesta hacer un elogio, porque este siempre es bien recibido; sin embargo, exponer una crítica, tanto en público como en privado, requiere coraje. Más aún cuando esa crítica se hace a un inspector o inspectora por alguien que suele estar en una posición desaventajada. Recuerdo a un autor mexicano que exclamaba: “¡mueran los aduladores y vivan los espíritus contradictorios!”. La adulación es una pompa de jabón, vacua, errática, frágil; pero la discrepancia es una escuela de carácter, nos enfrenta a nuestros límites, nos obliga a mirarnos desde otro ángulo. Así que, retomando la idea del paradigma, la crítica y la discrepancia nos recuerdan que también nuestro paradigma personal es precario, inestable. Bien sabemos todos que nos pasamos la vida ajustándolo. Aceptemos, por tanto, como punto final que vamos a equivocarnos en muchas ocasiones, todos los días, en mayor o menor medida. El error admitido y corregido conduce al éxito.

Y dicho esto, añado un aviso o advertencia: con todo el respeto que acabo de manifestar hacia las personas críticas, desprecio sin embargo a los negacionistas, de los que hay multitud en todos los estamentos, desde la base hasta la cúspide. Me refiero a esos que se oponen a cualquier propuesta por sistema, sin ofrecer nunca alternativa alguna, gente enfurruñada que se limita a decir qué mal está todo y qué mal trabajan los demás. Creo haber leído este ejemplo en un libro del escritor argentino Ernesto Sabato: un relojero artesano puede tardar un par de años en crear una pieza única, para cuya fabricación ha requerido la experiencia profesional de muchos años. Sin embargo, el hombre más tonto del mundo es capaz de destruir esa obra soberbia en un segundo con un solo golpe. Solo le hace falta una piedra o un martillo. Pues eso pienso yo de los negacionistas, quienes, al destruir construcciones trabajosas a fuerza de golpes, en nada contribuyen al buen funcionamiento de las cosas.

6) Genera un clima de colaboración

Nuestra carta de buenas prácticas recomienda la colaboración leal (punto 2.4.2) y el trabajo en equipo (punto 2.4.5). A este respecto, ahora se le da muchísima importancia al clima, es decir, a la generación de un ambiente profesional donde el conjunto sea más que la suma de sus unidades. Para crear ese clima propicio, uno tiene que ganarse la confianza de su equipo, fomentar el respeto recíproco y el intercambio franco de opiniones, lo cual fortalece el compromiso y la colaboración. Está claro que hacer cosas en grupo crea lazos muy profundos entre las personas que colaboran porque se establecen alianzas basadas en la confianza recíproca. Y cuando esta se quiebra por el motivo que sea, es urgentísimo reconstruirla de inmediato con humildad, con tenacidad. 

Al hablar de la colaboración, Modoono (2017) apunta un hecho bien conocido: los grupos tienden a innovar más rápido, a detectar antes los errores y a encontrar mejores soluciones a los problemas. Para que los grupos funcionen, el líder tiene que ser transparente y honesto. Por ejemplo, aunque parezca una tontería, de vez en cuando conviene pedir ayuda y permitir que alguien del equipo te enseñe algo o te asesore ante el resto de los miembros. Otro aspecto importante es abordar las conversaciones difíciles, en lugar de postergarlas o evitarlas, porque por muy difíciles que resulten estas conversaciones, siempre es mejor sostenerlas porque eso contribuye a mantener un clima sano.

7) Actúa sin dilación

También se ha puesto de moda el verbo ‘procrastinar’, que no es otra cosa que dejarlo todo para después. Puede que en las tareas burocráticas eso pueda resultar tentador, ya lo haré dentro de un ratito, qué más da ahora que mañana; pero en la gestión de equipos, no acometer un problema y dejarlo que crezca tiene un efecto devastador. Cuando uno trabaja con personas y surge un problema que hipoteca o cuestiona la operatividad del grupo, se ha de actuar sin vacilar: en cuanto se detecte, sin dejar que empeore, sin escondernos. No demores la respuesta porque se podría entender que no deseas afrontar el problema o temes que tu intervención tenga repercusiones no deseadas. Lo más importante es hacerlo pronto, con diligencia (punto 1.3 de la carta de buenas prácticas), aunque se vaya de lo más fácil a lo más difícil.

8) Hay que predicar con el ejemplo

Nuestra carta de buenas prácticas habla en su punto 1.1 de principios y valores (solidaridad, integridad, neutralidad ideológica, responsabilidad, imparcialidad, discreción, dedicación, trato respetuoso, sinceridad, austeridad, disponibilidad y profesionalidad). El mejor modo de resumir y englobar todos estos valores es predicar con el ejemplo. Es decir, uno tiene que hacer todas aquellas cosas que espera de quienes están a su cargo o bajo su coordinación: ser puntual, no marcharse antes de hora, asumir la parte más difícil de las tareas y delegar lo secundario, dar la cara en lugar de poner excusas, buscar soluciones antes que echar la culpa a otros, relacionarse con todo el mundo de una manera espontánea y llana, explicarse con claridad y de manera sosegada cuando alguien te lo pida, mirando a esa persona a los ojos.

9) En caso de duda, a favor de las soluciones y en contra de las trabas

La inspección es una labor de equipo, como se aprecia a las claras en nuestra organización interna: equipos de circunscripción, equipos de áreas temáticas, equipos para procesos concretos, etc. Trabajo en equipo y coordinación de actuaciones es lo que pide nuestra carta de buenas prácticas. Quien se empeñe en hacer las cosas solo y a su manera acabará derrotado. Al crear redes de colaboración creamos pequeñas constelaciones de solidaridad recíproca. Pensemos en eso antes de desentendernos de un asunto que ha caído accidentalmente en nuestra mesa. Sucede con relativa frecuencia que nos pasan una visita, una llamada telefónica, una solicitud de informe que, en rigor, no nos corresponde a nosotros, sino a un compañero. La tentación primera es excusarnos y decir que ese asunto no es cosa nuestra, que ha de atenderlo otra persona. De acuerdo, es probable que no tengamos toda la información, pero seguro que podemos hacer algo: por ejemplo, tranquilizar a quien nos llama o nos visita. Puede que incluso podamos asesorarle en parte de lo que pregunta, la parte más general. Así que, como norma, no digamos: esto no es mío, esto no me corresponde; sino: cómo puedo ayudar, qué puedo aportar. De esta forma, fortaleceremos esas constelaciones de solidaridad recíproca que acabo de mencionar.

10) No seas vanidoso

Vivimos en una red ineludible de reciprocidad, decía Martin Luther King, para dar a entender que cada individuo encuentra su sentido en las personas que le rodean, desde el pequeño grupo de la familia al gran grupo social, porque “el sentido es un fenómeno de la relación y del relacionar" (Han, 2016: 46). O sea, el ser humano necesita vivir en el centro de la tribu, rodeado de otras personas con las que interacciona: conversando, trabajando, llevando a cabo otras rutinas sociales. Siendo esto tan evidente, ¿cuál es el mejor modo de funcionar armoniosamente dentro del grupo? Pues aquel que nos permite asimilarnos al conjunto en lugar de sobresalir de manera estridente, algo que se ha llamado convergencia o acomodación. Por eso, en nuestra relación con los demás es tan conveniente reducir el yo y otorgar el máximo espacio al nosotros. El ego exagerado actúa como el CO2: es tan pernicioso como transparente. Mata sin que lo veamos. Así que no hables constantemente de ti y de tus cosas, no seas vanidoso, combate al monstruo de la arrogancia. Deja el ego en el coche y entra al centro con un gran nosotros en la mente. Entra para servir y sal después de haber servido.


Bibliografía

Gibbon, E. (1994). The Decline and Fall of the Roman Empire. London: Everyman’s Library.

Giró, J. (2013). Ética profesional de la inspección de educación. Una reflexión sobre el código ético de la AIEC desde la filosofía de Paul Ricoeur. Avances en supervisión educativa, 18, 1-12.

Han, B. (2016). Sobre el poder. Barcelona: Herder. National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral.

Research. (1979). The Belmont report: Ethical principles and guidelines for the protection of human subjects of research. Bethesda, MD: National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research.

Modoono, J. (2017). The Trust Factor. Educational Leadership, 74(8), 16-21.

Ortega y Gasset, J. (1980). Origen y epílogo de la filosofía. Madrid: Espasa.

Popova, M. (2020). Figuring. Random House US.

Safir, S. (2017). Learning to Listen. Educational Leadership, 74(8), 16-21.

Wilcox, B. (2000). Making school inspection visits more effective: the English experience. Paris: International Institute for Educational Planning. UNESCO.


Anexo I

Visita del inspector A. Escarré a la escuela de Bolulla el 23 de enero de 1933

Como resultado de la visita girada en este día a la Escuela unitaria de niños de Bolulla, que tiene a su cargo el Maestro D. Jaime Terrés, he de hacer constar que sigue dicha escuela su marcha normal, reconociendo en el Sr. Terrés buenas aptitudes que le capacitan para el feliz desempeño de su labor. Esto no obstante, esta inspección cree conveniente recomendarle lo siguiente:

1) Elaboración de unos programas sencillos, personales y cíclicos.

2) Dar más importancia al trabajo manual.

3) Que los alumnos lleven el "diario de clase".

4) Intensificar la enseñanza de la lectura, escritura y cálculo.

5) Conceder la atención debida al dibujo del natural, de inventiva, ejercicios de redacción, y cantos escolares.

6) Dar mayor intensidad a los ejercicios de lectura y escritura simultáneas, y de dibujo a los alumnos del grado de iniciación.

El inspector que suscribe confía que las excelentes cualidades que adornan al Sr. Terrés le harán relativamente fácil el llevar a la práctica las orientaciones que preceden, todo lo cual redundará en beneficio de la enseñanza y en su propio prestigio.

Visita del inspector A. Escarré a la escuela de Bolulla el 23 de enero de 1933

Girada visita a esta escuela de niñas de Bolulla dirigida por Dª Pompilia Pérez he de hacer constar que he encontrado su estado de enseñanza algo inferior a lo que debía ser. En vista de ello, esta inspección cree conveniente recomendar a la Sra. Pérez lo que sigue:

1) Que forme un horario y distribución del trabajo escolar.

2) Elaboración de programas sencillo personales cíclicos.

3) Intensificar la labor de cálculo, numeración y lectura explicada.

4) Dedicar menos tiempo a la enseñanza de labores y emplearlo en la enseñanza de las demás materias del programa.

5) Conceder la importancia debida al dibujo del natural y de inventiva, a los trabajos manuales, a los ejercicios de redacción y al cálculo mental.

6) Hacer que las alumnas lleven el “diario escolar”.

El inspector que suscribe confía en que las excelentes aptitudes pedagógicas que adornan a la Sra. Pérez no le harán difícil llevar a la práctica las recomendaciones que preceden.

Diario de clase de la maestra Emilia Soriano Pérez, 15 de septiembre de 1954

Las niñas han sido puntuales acudiendo a clase con entusiasmo y prestando toda su atención a unas breves palabras que les he dirigido para despertar sus buenos deseos de aprender. Prometen aprovechar el tiempo lo mejor posible.

También he dicho que deben estar en la escuela con el mayor respeto, porque somos cristianos; y que recuerden en todo momento que, en el hermoso crucifijo que ostentamos, yace el Redentor de la Humanidad, que nos espera siempre para acogernos en sus amorosos brazos. Y si le imitamos en todas las virtudes que Él nos enseñó, le veremos luego eternamente.

A continuación, he matriculado a las niñas. Varias han tenido que acudir inmediatamente a ayudar a sus padres en la recolección de frutos del campo. La mayoría han continuado en clase.

Las secciones han escrito "tema de vacaciones". Las demás han copiado la muestra que sigue, de la pizarra: "Hoy es el primer día de clase". "Cumpliremos bien durante todo el año".

Después clase de lectura en libros de la escuela, con preguntas sobre lo leído. Con ello ha terminado la jornada. Todos los días rezamos al dar principio a la tarea. Al salir el "Ángelus" y por la tarde al finalizar las clases, cantan el Himno Nacional.

Anexo II

Decàleg de l’inspector, escrit per Pere Lopes en juny de 2006

Si aquesta funció exerceixes,
heus aquí el que has de seguir.
Informa d’allò que veges,
per la norma pren partit.
La moderació, la guia.
la veritat, l’últim fi.
Independent de criteri;
coherent en decidir.
Sigues prudent i mesura
tot el que hages de dir.
Passa per alt l’accessori,
poc hauràs de corregir.
«Sostenella i no enmendalla»
no et reportarà profit.

Si són teues les propostes,
aniràs pel bon camí.
Tingues consciència dels límits:
la Inspecció no és un fortí.
El manament no s’imposa,
l'autoritat moral, sí.
La veritat, més amiga,
tot i ser Plató amic.

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